Es joven, y como tal, tiene la desvergüenza – bendita arrogancia inocente – de creerse libre y exigir justicia en este mundo trapezoide de los toros.
Se sabe mirobrigense, superviviente a una tierra de luchas y pertenencias alternativas en la que ingleses, franceses, portugueses y españoles han peleado por la “patria potestad” de una ciudad-territorio de piedras históricas; pero él prefiere sentirse salmantino y charro, orgulloso de tierras y saberes.
Rompió de novillero hasta hacer saltar el escalafón y recibió el doctorado con esa solemnidad que la historia retiene en Salamanca. Su firma con sangre de toro esculpida en piedra de Villamayor pone fin a su adolescencia cronológica y taurina. Nada quiere saber de “capeas” ni de peleas de “gallos”, nada de aventuras de bandas de barrio; él quiere salir hacia arriba y hacia delante, hacia las grandes plazas de los grandes toros, allá donde se acobardan los hombres. Y allí, con su orgullo charro, su valor de brote verde y la fuerza de su ambición arranca orejas donde otros compañeros bachilleres sólo empapan sudores fríos.
El poder institucional – con ese sordo pero eficaz afán filicida y que para nada gusta de rebeldías – le abre pocas puertas, obligándole una y otra vez a hacer cursos de Erasmus en América. Pero él vuelve, vuelve siempre para intentar intercambiar méritos por oportunidades, para exigir justicia y sitio. Ese sitio que la memoria de la afición ya le aguarda para verle o imaginarle ante los grandes toros.
Es la esperanza del niño David, siempre sabio, siempre colocado en el mejor lugar de las apuestas.
Abril 2015
Juan del ALAMO