Tanta herencia recibida en demasía no hacían presagiar buenos augurios futuros. Había que ser un buen “Atlas” para soportar el peso de tanta presión del entorno, y Josemari Manzanares lo ha sido.
Venían a él las aficiones y exigencias del abuelo Pepe, la confrontación generacional y estética con un rival como su padre tan poderoso como incierto en transigencia, y tenía que responder con buena nota a dos maestros que le supervisaban constantemente: E. Ponce y José Fuentes. Frente a eso tenía el Deseo de ser torero, el ambiente – familiar y regional – de culto a lo bello de su tierra levantina, una anatomía privilegiada para moverse en las alturas y una dinámica de elegancia y de belleza corporizada en cualquiera de sus gestos. Además es afable, educado en buena crianza, y sabedor de que tiene que resolver una rivalidad edípica con su padre no en el terreno quimérico de “lo mental” sino en la realidad de su comportamiento en los ruedos.
Tan difícil lo tenía que hubo necesidad de una madre auxiliar benevolente, la afición de Sevilla, que le nombrara vencedor y Príncipe desde sus primeras lides como torero, para ayudarle a resolver esas dificultades. Poco después la “madre natural”, la afición levantina, le nombró paradigma de su estética taurina.
Al drama personal y emocional de rivalidad paterno-filial su padre se le adelantó con la oferta voluntaria de una muerte simbólica a sus manos, y la muerte real le dejó pendiente la tarea no solo de sucederle sino de repetirle y continuarle.
¿Qué tiene el toreo de Josemari Manzanares para responder a estas expectativas y desafíos?
Una anatomía dinámica que él coloca al servicio del arte de la geometría. Hace de su cuerpo, más propio de galán de cine o de bailarín clásico ruso, un compás de dibujante para trazar la línea, el arco o el círculo más perfecto que jamás se ha diseñado en la tauromaquia. Trazo suave y firme que el toro sigue embebido y tal vez gozoso de poder dar también satisfacción a la armonía de musculatura.
Su alma levantina mecida desde su nacimiento por la música le va marcando las pausas y el compás. Torea como un bailarín de la Ópera de Viena podría balancear un pasodoble.
Y a los toros que saben morir acometiendo, les mata a lo valiente, recibiendo y por derecho, sin ventajas, sin romper la armonía de movimientos desajustados, como el remate final del baile que han deslizando juntos.
En el recuerdo de sus faenas es difícil que se enganche un ideograma de figuras zoomorfas. Queda la huella de un movimiento ejecutado y evaporado perfecto hasta el ideal, completo hasta su finitud, bello hasta el embelesamiento.
Así es el toreo mediterráneo.
Josemari Manzanares