Cuentan que un día su abuelo Leandro, más sabio que viejo, le subió a la terraza de su casa para que pudiera mirar el mundo desde una perspectiva amplia y de superioridad. Llevaba bajo el brazo enseñanzas y libros de Anaximandro, de Copérnico, de Galileo y biografías de Colón, Magallanes y Elcano. Allí le dijo:
– Mira el mundo, la perfección es la esfera, la belleza es el círculo, para sentir la majestad del Sol hay que estar arriba y hacer que los otros giren en torno a ti.
Luego, le enseñó a torear.
Desde entonces Enriquito, más listo que obediente, no ha dejado de hacer circular al toro a su alrededor buscando cada vez más la perfección del arco, la rotundidad de la circunferencia y la distancia dominadora en el toreo. En ese quehacer permanente y perfeccionista de matemática y geometría, Ponce se ha convertido para la Tauromaquia en la imagen condensada de Leonardo y el hombre de Vitrubio.
Lleva 25 años en la cima de esta profesión con más de dos mil encierros despachados. Maestro indiscutible que abarca dos siglos de Tauromaquia (finales del siglo XX y principios del XXI), y a cuyo temple se han sometido todas las divisas españolas, francesas y americanas.
Los que le conocen dicen de él que tiene una mente privilegiada para esto del toreo, que sus circuitos neuronales de memoria albergan con minuciosidad china las formas y estilos de moverse y embestir de cada raza, de cada casta, de cada divisa, de cada vacada y de cada familia; eso le permite delante de cualquier toro saber de la trayectoria de su embestida unas milésimas de segundo antes que el propio animal. Su toreo es ciencia, conocimiento, riguroso, por eso parece cómodo y fácil pero inimitable. Él no va contra el toro, le acompaña y hace nacer o desarrollar en el animal bravo e indómito esa predisposición que tiene a jugar a engaños. De cada suerte concreta se puede hacer abstracción intelectiva de inteligencia sobre músculo. Es él, Enrique Ponce, el que hace que muchos toros buenos o regulares se conviertan en auténticos toros-toreros, por eso los ganaderos y los empresarios le buscan y le adoran.
Tal vez su toreo no apasione porque el conocimiento no vive de arrebatos sino de esfuerzos repetidos. Tampoco despierta odios porque no vive contra nadie. Hace tiempo que descubrió que el secreto de la vida no la satisfacción destructiva sino el caminar templado al lado del destino. Se sabe admirado, halagado y respetado, lejos de la rivalidad y la envidia a las que dijo adiós hace mucho tiempo. Solo está al servicio de pasear su majestad solemne de Maestro y que los otros satélites taurinos giren en torno a él. A él le emociona aún la gratitud; y es tan lejano al público ese sentimiento que solo los grandes aficionados le siguen admirando.
Enrique Ponce, el Maestro emérito por antonomasia
Enrique PONCE