Toros en Salamanca
No nos podemos llamar a engaños. Si hay una ciudad que sea capital cultural de este conglomerado de tierras y gentes que es Castilla y León, esa es Salamanca. La Tauromaquia, que es básicamente una Cultura (hay que cerrar los ojos del conocimiento para no verlo así) tiene también su capitalidad en Tierras charras. Salamanca es tierra de Toros, de Toreros, de aficionados de ley, y también promotora y creadora de producciones culturales que la enriquecen.
Hablar de Salamanca es hablar de tierra de Saber de Toros, de toros y de otras cosas. “En todas las ciencias, Salamanca enseña” es el lema de su Universidad, de una Universidad que ha mantenido como banderas los objetivos de universalidad y de difusión de los conocimientos. Salamanca fue así, guardadora de llaves de una cultura que florece en nuestro siglo de Oro, pero que también enseña doctrina liberal en 1800, o que defiende la libertad de pensamiento en situaciones difíciles como ocurrió en nuestra última contiende autóctona.
Salamanca enseña porque sabe. “Quien quiera saber que vaya a Salamanca – nos recuerda un dicho popular –“, y Salamanca sabe que el conocimiento y la verdad, no tiene fronteras ni tiempos (“El Tormes sabe tanto como el Tíber”, es otro de sus lemas). Su historia le ha forjado este destino. Para sobrevivir a tantas peleas e invasiones, para no ser una zona de litigio entre España y Portugal, Salamanca creció hacia arriba, hacia las estrellas y hacia el más allá de los mares; ha sido el puente cultural y educativo entre América y España durante siglos.
Pero Salamanca es terrenal, no enseña saberes divinos, ni sobrenaturales, crea “portadores” sobre los que hace recaer modelos de enseñanza: “Quod natura non dat, Selmántica non prestat”. Y por ello hablar de Salamanca se hace indiferenciable de hablar de personajes salmantinos que llevan en su vida la enseñanza de unas filosofías del mundo abiertas a todas las posibilidades. Se enseña todo, se aprende con esfuerzo y con dolor. Aquí enseñaron Fray Luis de León y Antonio de Nebrija, sin olvidar que personajes tan dispares – pongamos como ejemplo – como el padre Astete o “El Lute”, cada uno con su catecismo viviente a cuestas, sirvieron de transporte a enseñanzas variadas. Todo es saber en Salamanca, como corresponde a su prestigio de ser “la madre de todas las ciencias”
En este campo charro de desperdigadas encinas vive el toro, encerrado entre su grupo y esos centauros que día y noche le obligan a contener su furia y su fuerza para soltarla en la hora de su examen público. Su bravura, su casta y su nobleza ponen patente de corso a un ADN que exige tener enfrente muchas cadenas ribonucleicas de ciencia y de valor. Salamanca tierra de ganaderías y de ganaderos, tierra del toro-toro, el toro salmantino. Se sabe de su idiosincrasia tan resistente a la mentira, como a la manipulación o al cambio de pastos. El Marqués de Domecq, cuando quiso hacer su Matrix del toro-ciencia-ficción-adaptado a la Fiesta hubo de recoger aquí la muestra original que perpetuará luego en sus múltiples hierros y derivaciones. La sangre de los Atanasio como la del Cid, sigue obteniendo premios post-mortem.
Y también, – cómo no – Salamanca es tierra de toreros, de muchos y buenos toreros que sobrepasan mi capacidad de darles su necesario merecimiento:
Con pena he de quedarme en la solo mención de Antonio DE JESÚS, de José Luis RAMOS, de LÓPEZ-CHAVES, todos ellos toreros clásicos, valientes, cabales y rigurosos conservadores de la ortodoxia de la lida, como lo fué Javier VALVERDE, perseguidor incansable de faenas imposibles a divisas asesinas y hoy reconquistado con todo merecimiento a comentarista televisivo. Y no podré adentrarme por desconocimiento en lo que parecía ser una buena pelea de rivales entre el dominio de suertes de EL CAPEA Jr. y la galanura de Eduardo GALLO.
El futuro seguramente exigirá un hueco al nombre de JUAN DEL ÁLAMO. El mirobrigense parece escalar sin marcha atrás lo que se le ponga por delante. Su cara de niño abandonó ya aquel regusto por los pases floreados que traía como novillero. Más curtido en olores de sangre de muerte, más firme sobre unos talones que ya no tiemblan ante el rugir de la fiera, sus ojos siguen fijos en esos morrillos que le van dando orejita a orejita y puerta Grande a Puerta Grande en casa Feria, en casa año, en cada compromiso. ¡Ojo! Se perdió el poeta! ¡ganó el stajanovista! : Habemus figura!
Así que me limitaré a tres nombres propios:
-Santiago Martín el Viti, sin duda el más grande torero de toda Castilla y León triunfador en los años 60 cuando mas competitividad había
– y luego la pareja, siempre competidores y sin embargo amigos, de Julio Robles y Pedro Gutiérrez Moya “El niño de la Capea”. Los dos tienen tanta peripecia unida y diferenciada, ocupan tanto y tanto espacio en nuestro cielo de estrellas tarinas que no puedo evitar no traerlos aquí. Con ellos, por su carácter, por la forma de forjar su vocación y por el estilo de entender el toreo me voy a permitir la licencia de compararlos – hasta en la forma de escribir sobre ellos – a dos personajes de ficción salmantinos-universales: Julio Robles como el Calisto de “La Celestina”: romántico, ensimismado y enamoradizo y Pedro Moya como “El Lazarillo de Tormes”: práctico, listo, pícaro y abierto al mundo.
¡Que mis musas me ayuden a este doble desafío!.
SANTIAGO MARTÍN SANCHEZ.- S.M. “EL VITI”
Nació para maestro pero se le atragantaron las matemáticas y tuvo que elegir otra vía para mostrar al mundo que así enseña Salamanca. Eligió los toros, y a esos sí, les enseñó hasta latín. Desde esa perspectiva, el Viti, es una mezcla de aquellos dos salmantinos de adopción: Fray Luis de León y Antonio de Nebrija que obcecados en la verdad y en su trasmisión llegaron a obtener examen tras examen, uno la cátedra de la Biblia, y el otro, escribir la primera Gramática Castellana que hizo europea e internacional.
- Martín nace, como la mayoría de nosotros en la post-guerra, pobre pero honrado, y se mantiene así toda la adolescencia – que ahora no le hubiera perdonado sin dibujarle alguna pirueta semiperversa– y llega a la edad adulta convertido en un Santo Varón exquisitamente fiel y respetuoso con el entorno y con el prójimo.
No tiene un antecedente taurino al que agarrarse, solo el trabajo familiar del campo, y la ambición de ser ese Maestro que sus padres no pudieron promocionarle. Así que en los pocos días y espacios que le deja esa tierra tan tirana con quien la cuida y la explota, se dedica a ver capeas y juegos con el toro en su entorno que es el mismo que el que sustenta este animal. Tanto Vitigudino como Vilvestre el otro pueblo vecino que frecuenta por raigambre materna, están acostumbrados a convivir con el paso controlado del toro bravo guiado por especialistas.
En esas incursiones a la tapias de los tentaderos, pasa por primera vez de Voyeur a “Practiceur”, pues a veces los mayorales le permiten dar unos lances, y es tal su seriedad en estos menesteres, que los ganaderos, – siempre pensando mal – fantasean con la posibilidad de que ese muchacho tan fino y educado pueda ser un enviado-espía de Hacienda u otros sistemas persecutorios de la Administración; por eso tratan de quedar a bien con él facilitándole becerras a las que educar.
Santiago, del que podríamos hacer una crónica a base de acumular adjetivos que corresponderían a la Realeza refiriéndonos a sus virtudes composturales: ceremonioso y profundo, solemne, mayestático, elegante a la par que austero, majestuoso al mismo tiempo que sincero, auténtico, coherente en su conducta pública con esa intimidad respetable, hierático, hondo, honesto, honrado, humilde, etc.. La naturaleza le dio más “haches” que Jotas a un jamón de Guijuelo, se convirtió así en el prototipo de la “castellanía hispánica” tan vilmente atropellada por la explosión de los 60. Es probable que esta personalidad le facilitara tantas puertas abiertas como su sabiduría taurina.
Pero hay dos detalles en la personalidad de “El Viti“ que sobresalen por encima de todo: Su carácter metódico y su Fidelidad, que más que virtudes han parecido Votos con los que se ha comprometido.
Su carácter metódico le lleva a una progresión anual en sus “estudios taurinos” que envidiaría cualquier “stajanovista”.
En 1956, torea por primera vez en su pueblo, (antes que nada, como buen hijo, necesita el visto bueno de los padres). En 1957 debuta con picadores en Ledesma, esa Villa donde aún se escucha mejor el canto de los pájaros que el motor de un coche y donde la historia bastarda de España tiene su altar secreto. En 1958 tiene la primera prueba de fuego, en su 2ª novillada en suelo francés; allí, los vengadores de Arapiles toman sobre él sus represalias lesionándole en un codo que ya le quedará limitado en su movimiento para toda la vida. (Igual que su modelo de Identificación Juan Belmonte, resolverá esta aparentemente minusvalía con un tipo de toreo más arriesgado y estético). En 1959, hace su primera presentación en Madrid en la Plaza de Vista Alegre, allí le obligan a repetir 5 tardes seguidas para gozo del aficionado y lanzarlo luego por y para toda la geografía española; y ya en 1960 el 18 de julio, fecha para España y para él que cumple ese día 22 años, hace su primer paseíllo en la plaza de las Ventas de Madrid. De ahí saldrá con la vitola de 2 Puertas Grandes como novillero. En 1961, toma la alternativa en esa plaza, a la que su gratitud paga con el triunfo. Madrid le hace su torero, ¡ya ves!, o a la afición le gusta el toreo de la sinceridad, la pureza y la hondura, o el poder centrípeto es tan fuerte que no permite que la Academia del toreo que el Viti representa se ubique en otro lugar que no sea el suyo. Desde ahí y hasta 1972, fecha de su primera retirada, todos los años – excepto en 1969 que no logra entenderse con la empresa – esa plaza verá el triunfo de su torero. Nada menos que 14 Puertas Grandes como matador de toros, de los Galache a los Miura, de los Garzón a los Victorino, ni divisas ni rivales cambian la rigidez y autenticidad de su tauromaquia. Él siente que hay muchos celos en esa relación con la plaza de Madrid y no permite que nada la enturbie. Ni Sevilla, ni México, ni otras plazas disfrutan excesivamente de él. No quiere devaneos. Bueno, se permite echar una “caná al aire“ en Pamplona porque San Fermín cambia los valores a cualquiera, pero por ejemplo en Sevilla en 1962 después de una faena importantísima tiene que fallar a espadas ¡hasta 5 veces! para no salir por la Puerta del Príncipe. ¡Tan magistral había sido su lección del toreo!
En todo este tiempo ha sido fiel a la plaza de Madrid y a su apoderado Florentino Díaz Flórez, que le permitió una independencia de las presiones de los grupos tan en boga por ese tiempo. ¡Fíjate! Metido todo el día entre cornamentas no se permite poner “un cuerno” al que cree deudor y amigo. ¡Ah! ¡Virtud castellana!
En 1972 hace amagos de retirada y tiene un incierto retorno hasta 1976 fecha en que rompe con su apoderado, se engancha en el “circo Balañá” y paralelamente deja de triunfar en Madrid para hacerlo en Sevilla. Como se ve en este caso o Esposa o Querida, ambas cosas nunca entraron juntas en su mente. Esa pequeña expansión le ha permitido ser el torero no andaluz más admirado por el público y los profesionales andaluces, particularmente los sevillanos.
Cumple los rituales como buen sacerdote de este rito y así torea los miuras en Linares en honor a Manolete, sufre una cogida en Talavera de la Reina en recuerdo a Joselito, y se retira en Valladolid, en ese frío septembrino de San Mateo que a tantas figuras ha rodeado en su adiós.
Desde entonces es ganadero, pero estoy por apostar que salvo una infección por tétanos, o una contractura del trigémino, males que desde luego no le deseo, sigue sin aparecer una mueca de sonrisa en su rostro.
¿Cómo era su toreo?- El Viti vino a enseñar a los toros a embestir y a prepararlos para su muerte en una ceremonia ritualizada. Los toros no son animales particularmente despiertos, así que el toreo que enseñaba iba poco más allá de las 4 reglas, eso sí, había que sabérselas de memoria. O sea. Lances de recibo a la verónica para sujetar al toro y llevarle al caballo. En honor de Belmonte, una media verónica de remate algo más airosa y no demasiado distinguible de los molinetes. Y de ahí, a enseñar al toro la muleta y como Domingo Ortega, pasarle una y otra vez; eso sí, con un temple exquisito. El Viti, no pegaba a los alumnos, les hacía repetir la lección una y mil veces, primero a dos manos, luego por la derecha, después por la izquierda, pero siempre con un limpieza impecable. No había tirones, no había zapatillazos; había un Maestro que respetaba el toreo y se hacía respetar. Nada de frivolidades. Alguna vez se le escapaba un afarolado, (suerte antiestética donde las haya solo comparable a los “alegres aires” de la jota castellana, o leonesa, o leonesa y castellana, o castellana y leonesa, o castellano-leonesa que todas esas posibilidades identitarias pueriles guarda esta región), y que probablemente hacía por recomendación del «fisio» para la rehabilitación nunca finalizada del codo. Lo del codo, y la imposibilidad de estirar el brazo le obligaba a rematar las suertes con un giro de muñeca que convertía el final del pase -ya fuera por bajo o por alto (“el de pecho”) – en dominador y estético por antonomasia. Y luego ya, con el toro rendido, citarle a matar recibiendo para hacer los tiempos con una parsimonia increíble. ¿Mataba bien? No sé, desde luego mataba lento, porque era el examen final y ahí no admitía chuletas. ¿Los toros se le entregaban? No siempre algunos querían seguir la clase, algunos se medio-escondían en tablas para que no les obligara a otro repaso, y otros se resistían a esa letra pequeña. Con lo cual el resultado solía prolongarse mucho tiempo. Pero gracias a esa técnica y a la TV, supimos lo que era estar amorcillado (que no era estar harto de ese manjar castellano-leonés) y contemplando la prolongación de las faenas muchos nos identificábamos con el toro y nos amorcillábamos también.,.. Pero la verdad es casi siempre esa suerte le salía muy bien y todos quedábamos con la boca abierta.
¡Gracias Maestro!
Cuando quieras y como quieras vuelve que repetiremos contigo: … decíamos ayer….
Dibujo: Martín “El VITI”
Aurelio – Julio ROBLES Hernández,
¿Quién fue Julio Robles?
El Más “sevillano” de los toreros castellanos, el torero de la más dulce y lírica verónica que siguieron los toros. Un poeta metido a trovar en el incierto campo de la tauromaquia.
13 de agosto de 1990 (¡día 13 de mal fario tenía que ser!). En la plaza francesa de Beziers, el toro Timador engancha y voltea al maestro Julio Robles cuando éste intentaba adormecer su embestida con su suerte favorita: la verónica. En la caída se golpea su nuca contra el suelo y sufre fractura de vértebras cervicales. El susto anuncia la tragedia. A la salida de la conmoción cerebral se confirma una Tetraplejia de la que solo después de una penosa y larga rehabilitación podrá recuperar una ligera movilidad en brazos y manos. Allí murió un torero; años después (2001) moriría el hombre; en septiembre de 2008 unos vándalos antitaurinos quieren matar su memoria profanando su tumba. Tres veces la muerte se ha ensañado con él. ¡Deseémosle larga memoria!
De familia itinerante por la profesión paterna (secretario de juzgado comarcal) su vida parece la descripción clásica y enciclopédica de un rio: nace en Fontiveros (provincia de Ávila, compartiendo lugar de nacencia con ese otro lírico español y universal que es S. Juan de la Cruz que lo mismo que él peregrinó por estas tierras castellanas arrastrando miserias, intercambiando enseñanzas y mendigando goces). Circula la mayor parte de su recorrido por Fuentes de San Esteban de Salamanca para ocultarse finalmente bajo tierra en esa provincia en la villa de Ahijal de los Aceiteros. En su camino recibe todos los afluentes posibles de ese campo charro criador de reses bravas que le aportan saber y dominio para jugar con ventajas al toro, más adelante, se remansa en la propia ciudad helmántica, de donde toma la hidalguía del señorito castellano y la donosura de su porte necesarias para creerse figura. Han sido las miradas amorosas y arreboladas de esas niñas susurradas en cada cruce del paseo por esa Plaza Mayor Universal de Salamanca las que han preparado su cabeza y su cuerpo para imaginar torerías.
Desde sus primeros sueños toreros se enamora de un concepto ideal y estético de la lidia al que ya obligaba su nacimiento de “señorito hijo del secretario”, diferenciado por su piel blanca de la oscura y terrosa de sus morenos compañeros de correrías. Apresado por la imagen de sí mismo adormeciendo dulce y suavemente embestidas, vive su vida intentando aproximarse a ella y se gusta y busca ser gustado por ese toreo ideal que espera realizar. Es… como quiere ser. Y sueña… ser el sueño realizado de los demás… El resto es miedo o vulgaridad. Oficio y burocracia que a veces pondrá en práctica para lograr pequeños triunfos que le permitan prolongar la espera.
Su toreo gusta desde el principio porque tiene ese aire de vuelo hacia lo perfecto, (su presentación en Madrid es coreada con 3 vueltas al ruedo como desagravio a un obcecado presidente que se negó a concederle la oreja), pero Julio parece no echarle demasiadas ganas a convertirse en figura por estadísticas. Sus promotores piensan que necesita otras motivaciones que le empujen para lograr de él una mayor intensidad y regularidad en su carrera; creen resolverlo forzando en él sentimientos de rivalidad con el otro salmantino que promete: el Niño de la Capea, viéndose así obligados a hacer la carrera juntos (en realidad el bachillerato de la novillería). No hubo posibilidad, Pedro es muy noble y Julio siempre anduvo perdido en sueños; no le interesaban las disputas terrenales, lo suyo era más espiritual. Siempre prefirió su desnudez y la espera crédula de ser “vestido y adornado” por la imaginación de una afición exquisita.
Desarrollará su tauromaquia cuando perciba el ambiente propicio a sus expectativas. Entonces, cuando ese Otro está al unísono con él, pasará a ser sujeto y autor de las más dulces y hermosas melodías concebidas en clave de Miedo. Y así lo hará en la Plaza de Madrid que siempre alucinó con su creíble levitación y que le premió con 3 Puertas Grandes, o cuando se sentía rodeado de “grandes del arte”: en su alternativa entre Camino y Puerta, día en que se sintió promesa de torero sevillano (1972) , o entre Antoñete y Manzanares en 1983, o entre Curro y Pepe Luis Jr. en el 84, o confrontando quites con Ortega Cano en la feria de otoño de 1989, o en la Maestranza de Sevilla ese mismo año en aquella tarde vestido de purísima y oro donde el cielo bajó a la arena y los ángeles jugaban a torear desde sus muñecas, y …. desde luego siempre Salamanca que le prohijó y mantuvo una fe milagrera en él esperando una reencarnación de S. M. el Viti.
Fuera de estos momentos se mantuvo en 2ª fila, como “un cantaor de atrás” haciendo pequeños esfuerzos para lograr esa “orejita” con un toreo fácil y limpio, una suerte de matar cómoda tirándose a los bajos, y siempre algún detalle de capote o de temple que auguraban un tesoro escondido mantenedor de esperanzas.
Triunfó donde se sentía a gusto; y donde se sentía a gusto, triunfó. No era torero de ruidos ni de corajes, sino un torero de postín muy abundante en miedos, frente a los que solo contaba con el arma del enamoramiento de su imagen estética. Como el Calisto de Melibea se sentía hermoso y hermoseado por el arte que perseguía y como aquel respondía sobre su identidad: .. ¿Tú eres torero? ¿Yo? El Toreo soy y al Toreo adoro, y en el Toreo creo y al Toreo amo… infame idólatra del amor.
Calisto como Julio, como Narciso – allá en la lejanía de los mitos -, representan el amor noble de sí mismos, de cuya idealización se alimentan y que les limita caminos a otras relaciones. Alejados o despreciativos de otra realidad que no sea su ensimismamiento especular con el otro, sienten el resto lejano y vulgar. Cuando tienen que acceder a ello lo hacen torpemente o se estrellan de bruces contra el suelo.
Como a Calisto le fue difícil encontrar salida de aquel huerto de amores, Julio vivía como imposible salir de aquel pozo de pérdidas al que le llevó un mundo que se mostraba tan vengativo. Se encerró en su finca “La Gloria” buscando dentro de sí mismo algo a lo que poder agarrarse. No lo encontró. Allí solo había vacío y soledad. Nada que pudiera atraer otro encantamiento. Aún la vida le preparaba otro asalto torticero en plena noche: el abandono de su esposa.
La otra cara de la vida intentó poner una marcha atrás en esta debacle: otra mujer admiradora de él le ofreció el amor.
Su tristeza y su soledad se pregonaron en silencio respetuoso por todo el escalafón del planeta taurino. Y llegaron sus amigos, compañeros de percances, hermanos de afecto y expertos en encaramientos a la desgracia que se turnaban o complementaban a su lado para sostener la caída. El Capea, Ponce, Domínguez, Manzanares, y un amplio etcétera intentaron volver a meter “la vida del toro en su cuerpo”. Se le volvió a ver sonreír, a asistir a corridas de toros en La Glorieta, incluso desde su silla de ruedas y dirigido por ellos en la clandestinidad amiga de la noche, llegó a hacer suertes con una becerra; … su permanente palidez y su frío interno hablaban sin embargo de un cuerpo despojado, sin empaque, no apto ya la ornamentación amorosa externa, donde ya no prendían injertos de idealización ni armazón para más sueños, le faltaba un requisito especial y esencial para sentirse torero …. ¡su porte!
… Y de repente, inesperadamente, se fue en el silencio y el misterio. La medicina, siempre chata y tacaña en las pasiones profundas escribió un certificado de Defunción donde se leía: peritonitis.
Salamanca quiso guardarle eternidad con una estatua que preside la plaza de Toros de la Glorieta.
Sus compañeros, otra vez hermanos y amigos en esa incomprensión del infortunio, le dieron la última vuelta al ruedo a lo que fue: un cuerpo para dulces sueños.
Dibujo: Julio Robles
Pedro Gutiérrez Moya : “EL NIÑO DE LA CAPEA”
Es el Lazarillo de esta historia salmantina, que si no necesitó re-editar la picardía, sí tuvo que usar la sabiduría, la voluntad y la tenacidad de aquél, para caminar en el mundo y llegar a ser y a vivir como lo que parecía: un gran torero de época. Pero …………….dejémosle a él que nos lo cuente a su manera ……
“…. Pues si es verdad, que como dice Plinio “no hay libro, que por malo que sea, que no tenga alguna cosa buena”, pienso yo otro tanto de la vida; que no hay vida por vulgar que parezca que no tenga enseñanza que aprender de ella. Y, pues quiso a Dios, que prolongara la mía más allá de lo que en este oficio mío suele hacerse, póngome de rodillas dispuesto a recibir bendiciones o sopapos, según merecimiento que considere conveniente el buen lector, para contar lo mejor que pueda de ella y los hechos más sobresalientes que me acontecieron.
Sepan Vuesas Mercedes, que aunque hay papeles señalando que vine al mundo en el barrio Chamberí de Salamanca, mi nascimento, como el de mi primo y paisano Lázaro de Tormes, ocurrió o se completó en la escuela taurina de mi barrio a la que apodaban “La Capea”, que así llamaban a aquel lugar de Acogimiento de niños traviesos o poco dados a las disciplinas escolásticas; y por gratitud o porque es verdad que un hombre lo es tanto de donde nace como de donde se hace, me tomé el sobrenombre de “niño de La Capea” para honrar aquél tiempo de cambio de pololos a calzonas, de cara de piel lisa a otra con espinillas y pelusillas y en el que el crecimiento de brazos y piernas es tan rápido que no da tiempo a la cabeza a saber que tiene debajo un hombre que adaptar a la vida. Allí, empujando la tora para otros, ensayando yo, o desenredando y liando los utensilios toreriles, me vino a la rutina el saber que iba para torero.
A los 17 años, pareciendo a mis maestros que estaba suficientemente enseñado y que era ya hora de rendir exámenes públicos y orales, como es costumbre antiquísima en mi tierra, me pusieron a novillear con todo lo que se movía en ese ambiente. Fui así presentado en Salamanca, y traído a la “corte” en aquellas justas que llamaron “de la oportunidad” donde me encontré peleando con personal tan variopinto como aquél demonio vestido de plata que se denominaba “Platanito” y sobre todo con mi convecino Julito Robles, aficionado también a estas lides. Gustaba al personal una pretendida rivalidad con él, pero aunque no disgustaba mi manera de entender el oficio, las glorias se las llevaba el otro; tengo que confesar en secreto que yo también envidiaba y admiraba aquella suavidad de sus maneras, aquél porte de señorito y aquél espíritu de poeta con el que vivía y toreaba. Así que, aunque intentamos seguir el dicho popular “Sin lid ni ofensión, ninguna cosa engendró natura”, tomé en consideración los gustos de la gente, y sin necesidad de que me entrara la inteligencia por el precio de una cabezada contra el toro del puente, como ocurrió a mi primo Lázaro, decidimos cambiar los pecados de parroquia a ver si en otras tenía menos penitencia y me puse en manos de los Chopera que a la sazón conducían por otros caminos dejando las peleas entre ellos y ajenas a mí.
Me despedí de mi madre con palabras y sentires idénticos a los de Lázaro que tengo a bien traer a esta colación:
”Cuando estuvimos en Salamanca algunos días, pareciéndole a mi amo que no era la ganancia en su contento, decidió irse de allí, y cuando tuvimos que partir y fui a ver a mi madre, y ambos llorando, me dio su bendición y me dijo:
Hijo, ya sé que no te veré más. Procura ser bueno y Dios te guíe. Criado te he, y con buen amo te he puesto, válete por tí .……
Y allá me fui con mis nuevos promotores a tierras del Norte, a Bilbao, donde me armaron “caballero” de alternativa teniendo como padrino a quien más me gustaba en mis afanes, a Don Francisco Camino, al que imité y del que aprendí todo lo bueno que después haya podido salir de mí. La ceremonia me salió bien; en aquella arena que se me antojó oscurecida por el humo de tantas fábricas, gustaron mis lances; me sentí prohijado de nuevo, y tan dichoso que creí vencido el maleficio de mi tierra; así que volví a los pocos días a ella, a la villa próxima de Zamora adonde podían asomarse los míos para aplaudir y hacer lisonjas de este recién toricantano. ¡Iluso de mí!, esta vez mi tierra, quiso saber de qué color era mi sangre y a fe que se la enseñé con abundancia.
Mis tutores sin embargo no daban tregua; como eran de Bilbao entendían los oficios por números y cantidades, así que no hubo turno de convalecencia y en ese primer año de novatadas ya llegué a hacer hasta 54 correrías por esas plazas de Dios. Y sin tiempo para el resuello, a galope de aires me llevaron a América, a enseñar que Salamanca no solo recibe educandos sino que hace intercambio de convivencias. Allí me llegué, y cuál no sería mi sorpresa, que fue en aquella tierra, particularmente en México, donde me sentí más querido, arropado y lisonjeado que en ninguna otra donde se hayan posado mis pies. Aunque mis comienzos siguieron la biblia gitana – mi primer toro se fue bailando al corral en música de viento -, viví esa experiencia americana tan dichoso, que si nací matador de toros en Salamanca bien puedo decir que torné a ser torero de alma en México.
Mi cara de niño, acorde con el nombre que me acartelaba, junto a mis deseos de agradar y el afán con el que sazonaba mis intervenciones, debían de publicar las carencias de la orfandad desnuda por mis años de institución, y con ella despertaba anhelos de acogimiento y premios de consuelo allá donde toreaba. Además, barbilampiño como era, despertaba confianza con esa imagen, la más contraria a la de los fieros conquistadores españoles de siglos atrás, más temidos como odiados, rechazados por memorias viejas, y que ahora se silenciaban porque tocaban y se trocaban en tiempos de hermanamiento entre ambas tierras; hermanamientos tan repetidos como poco duraderos.
Ya hecho al vértigo de los números, desde el año siguiente de mi alternativa y durante 5 años, mis “amos y yo” hicimos los esfuerzos por tenerme a la cabeza de los oficiantes a esta profesión de matarifes de alcurnia; que si no fueron seguidos ha de culparse a este débil cuerpo mío que entre sangres y magulladuras se me escaparon contratos firmemente apalabrados. Yo entonces toreaba todo, las enseñanzas de la escuela no me costaban ponerlas en práctica, y como Dios no me había dotado de sensibilidad especial ni buen gusto, intentaba compensar con valentía y honradez las esperanzas que se habían puesto en mí. Decían que toreaba fácil, que era dominador pero demasiado rápido, que todo lo hacía bien pero que era siempre lo mismo, y que aunque valeroso y seguro con todo tipo de castas, el animal terrible que sentaba en los tendidos tomaba mis desvelos a bostezos y mis sudores a aburrimiento.
Nunca pude, aquí en España, quitarme ese misterioso “pero” que tanto afeaba mi calificación. El caso es que en América el personal me enmarcaba entre los grandes: ¡tan bueno como Camino! ¡el mejor después de Manolete! ¡La mejor faena de la Monumental de México!, etc.., y que incluso aquí en Madrid había podido mirar desde cerca y por 4 veces el techo de la Puerta Grande de las Ventas. Los pasquines escritos unas veces a tinta, otras a humos de pajas, y la mayor de las veces a licor de maravedíes, nunca fueron enemigos míos, al contrario, iban dejando huellas de mi paso y hablando de faenas de las que – según ellos – había que hacer recuerdo de obligado cumplimiento como si de promulgaciones papales se tratase. De esta manera, cabezas como las de “Corvas Dulces”, “Delicioso”, “Guitarrero”, “Piropo”, “Manchadito” o “Cumbreño”, decoraban casas como bulas escritas, empeñadas en que me sintiera figura. Ellos y Ellas, han contribuido mucho a mis empeños. Por ellos toreé aquello que llamaban ganado difícil en terrenos comprometidos, que así me gané fama de buen lidiador.
A estas alturas mi carácter como mi toreo se había vuelto más templado, sabía doblar al toro de inicio para imponer el mando, y había aprendido a largar y acompañar la fiereza de su embestida alrededor de mi cintura para cargar la suerte sin poner demasiado al aire la femoral. Mis juicios me decían que hacía las cosas bien. Que mi habilidad, valentía e inteligencia quedaban por encima de la fiereza del animal. Como desde nacimiento me faltó el don de la pinturería, hice mía y añadí a mi repertorio aquella suerte de Victoriano de la Serna que llamaban “pase de las flores” y que estaba huérfana de apellido; tenía la esperanza, como así ocurrió después, que pasara a la historia como la “capeína” para perpetuar memoria de inventor. Me harté a hacer méritos y a enseñarlos a los que mandaban en asuntos de las bolsa en esto de la torería, pero al ir a cobrar volvían a repetirme que estaba muy visto y que era la hora (¡la malahora!) de “toreros de sensibilidad” a los que no me podían equiparar porque no llenaba plazas como ellos. Y yo, vuelta a ms ideas a competir con todos y a compararme. No pasó figura en esos años 15 años de mis andanzas de corto con la que no entrara en competencia. Conmigo se midieron los Manzanares, los Viti, Robles, Rincón, Ojeda, Joselito, Espartaco, y un largo etcétera, amén de todas las figuras de América y especialmente mejicanas de la época: Manolo Martínez, Jorge Gutiérrez, Eloy Cavazos, etc.,. Los números – cerca de las 1.800 corridas toreadas – y las memorias atestiguarán que nunca quedé el último y estuve muy cerca del primero.
Mi andanza fue siempre lo más eficiente, formal y honesta que pude. Mis compañeros gustaban de mi honradez y hasta me nombraron Presidente de la Asociación de Matadores, novilleros y rejoneadores. Esto lo recibí con la misma devoción que si me hubieran puesto de Santo, pues a la par que a ellos se hace nuestra vida tan dura y sacrificada.
Con el tiempo aprendí a perder el miedo al toro a pesar de tener mi piel y mis huesos bastante tatuados de sus cabezas, pero contra lo que puede parecer le había empezado a tomar miedo al público. Manías de viejo pensé para mí.
Así que en 1988, oliendo ya mi alejamiento de tanto miedo y tanta correría, convencido de que sería para siempre un buen torero de España y grande de América que había llevado al nuevo mundo las enseñanzas salmantinas, me tomé el desafío de lidiar en solitario y en Madrid el monstruo de 6 cabezas que escondía Victorino Martín en el casi recién estrenado predio de Extremadura. Locura me dio o coraje de mí mismo para entrar en rabia contra mi destino. Pero uno es tan débil a los pecados de la carnes como al humo de los sueños, y yo tenía por tal ser grande en España. La apuesta me salió favorable. Quiso la suerte que se cumpliera el refrán de “No hay quinto Malo” y que “Cumbrerillo” – que así de fino se llamaba mi contrincante – se dejara tirar de las orejas sin que debiera reprimenda.
¡Dichosa fecha aquella del 28 de junio de 1988 en la que escarnecido de caireles y alamares paseé por 5ª vez el cielo de Madrid a lomos de “capitalistas”!. Y no parando ahí la fiesta, creo que cuajé la mejor temporada de mis andanzas taurinas y plazas como Sevilla o México otra vez, me titulaban como el más poderoso, y hasta mi tierra Salamanca adonde fui para despedirme, hizo casquería para agasajarme. Yo, ¡quién lo diría unos años atrás! triunfando en la tierra que tantas veces se me había mostrado tacaña y esquiva. Cuánta razón, tenía Lagartijo el Grande en su sentencia de que “hasta el rabo todo es toro”, harto de saber que hasta el final no hay que perder la esperanza. ¡Por milagro tuve que no me volviera loco de tanto entusiasmo y me declarara Rey del Mundo! Para mí que lo que había pasado es que después del triunfo ante el público de la corte, ya no me cortaba el público de otros coros, y que eso me permitió descargarme de todos los saberes acumulados desde mi escuela salmantina, y los que luego tomé de mis colegas, que muchos tuve, y de los que fuí aprendiendo hasta sentirme enciclopedia taurina más que torero de postín.
Había dado palabra de retirarme y así lo hice, pero era palabra de cabeza, no de corazón que aún me movía los pulsos cada vez que algo me sonaba a torería. Quise ahogar mis nostalgias criando toros y jugueteando festivales pero ¡necio de mí!, lo que más echaba de menos no era el mugido del toro sino el gritería del público, de aquél monstruo que me amedrentaba y gozaba con la misma fuerza.
Los recuerdos pasados se me volvieron anhelos presentes y futuros, y me dejé volver cuatro años más tarde. Mal deseo es querer ser lo que se fue, porque eso jamás vuelve. Málaga me dejó segado de una pierna y cojitranco tuve que salir con vergüenzas de Madrid por no sentirme capaz de ejercer la profesión.
De polizón de mi propia historia volví a México a encontrar mis memorias. Todavía esa tierra me regaló honores durante otros 3 años. Mucho debí de dar a esa afición para que me devolviera tanto bien cuando necesitaba irme queriéndome a mí mismo, sin excesivas añoranzas ni resentimientos. Soy de Salamanca, presumo de charro y mi vida ha acampado aquí, pero juraré ante quien sea que nunca tuve madre tan generosa como México, y que si algo fui lo debo tanto a mi sangre como a sus alientos.
Y si Vuesas Mercedes me lo permiten, daré por empezar a terminar el recuento de esta vida mía, no queriendo dejar maltrecho el saco de sus paciencias ni añadir vinagre ni tristura a sus atareados quehaceres. Escucharme o leerme me ha traído la ventura de sentirme agradecido de lo que tengo, y esa es la mejor lección que he aprendido, y que quisiera enseñar a todos los que han necesidad de esfuerzo propio para vivir mejor de lo que la cuna les trajo.
Como quiera que toqué la fama, y que como pecador humano que soy, desearía prolongarla en mi descendencia, he vuelto a oficiar de torero para dar espaldarazo a dos promesas que he sentido como partes mías. Al malagueño Javier Conde al que sus escorzos me hicieron confundir con arte, y a mi hijo, otro Capea que intenta más mal que bien que el apodo le empuje en el oficio. Seguramente me ha cegado mi pasión de padre, cosa que me parece pecado perdonable. Tampoco mi hija “galleó” lo suficiente para que la dinastía creciera por ese otro costado.
Al final me he quedado de criador de toros bravos, de esas castas de Atanasio que con tanta propiedad corren y recorren el campo charro. Dicen que la vista es lo último que se pierde; así que con la que Dios me conserve, servirá para mirar esas reses y sobre ellas, con el recuerdo o con los sueños, seguiré queriendo ir y triunfar en la Glorieta.
Dibujo: Pedro Gutiérrez Moya