Toros en Soria
Con el tiempo los recuerdos se envuelven en Simpatía al desaparecer ese matiz de amenazante que tienen las cosas del presente y del futuro; pero de niño Soria era una especie de maldición de la asignatura de Geografía. Una trampa del Maestro de la Escuela Pública que cuando te preguntaba las provincias de aquella, ya obsoleta Castilla la Vieja, siempre te la saltabas, se te olvidaba; o te volvías “tarumba” cuando recordando que era conocida por el sobrenombre de “cabeza de Extremadura” buscabas su ubicación entre Cáceres y Badajoz. Mi generación salió de la escuela con la convicción de que Soria era un mal invento de aquél perverso perseguidor de ignorancias que era el Maestro.
Volvimos a saber de ella en nuestra romántica y oposicionista adolescencia por culpa de Antonio Machado que nos traía su existencia, envuelta ahora en solitarias bellezas que le iban bien a nuestra parte ascética.
Y cuando tuvimos la suerte de descubrirla entendimos que una imagen, una representación, justifica una existencia. Y Soria tiene mil imágenes para justificar la suya. Allí estuvo Numancia, allí está esa increíble e inolvidable fachada románica de Santo Domingo, allí los Arcos de las Juan de Duero, la Ermita aguas allá de San Saturio, la indescriptible Plaza Mayor de Morón de Almazán, el almacén de fantaseadas heroicidades antiguas frente a ruindades modernas que encierra Calatañazor, y todo ese Burgo de Osma con su catedral y su particular pareja de Cicerones, el abate Dn. Julián y el automático monaguillo, su fiesta gastronómica a un animal, el cerdo, que cobra aquí título de honorable, … etc. etc..
Pero a pesar de todo eso, Soria sigue siendo tímida y recatada. Clásica sí, honorable sí, pero con esa mezcla de pudor y miedo, compañeros inseparables de su historia. Tal vez padezca de eso que ahora llaman Fobia Social Crónica y sus angustias inhiban sus intentos de socialización. En una ocasión que se apuntó a la Historia con Mayúsculas – aventura de Numancia – le resultó tan traumática la experiencia que no es de extrañar que le dé miedo asomarse. O acaso su silencio es una forma de decir que un suicidio inútil, como aquél, no tiene derecho a una reparación ni a una nueva oportunidad en la vida. O, en el peor de los casos el mensaje de Numancia: antes muertos que esclavos, queda bien, pero tiene más adeptos en el olvido que en la repetición idealizada.
En el mundo de los toros su enorme afición queda fijada al rito, a la fiesta popular, a un toreo limpio, sin liturgias ornamentadas; toreo sin trampas, de cuerpo, de carreras y quiebros; toreo anunciante de Primaveras y traído por un San Juan que aquí cambia la bendición de las aguas por estos oteros y valles para ritualizar las “sacas” o las embestidas de Valonsadero, y siempre el encierro desde el campo libre a lo urbano limitado, de lo agreste tumultuoso al dominio solemne.
La afición taurina en Soria se merecía un más amplio ramillete de nombres de toreros ilustres, aunque mi memoria solo retiene uno lo suficientemente grande para representar toda una provincia:
JOSÉ LUIS PALOMAR Romero, es un torero de Soria que lleva encima la Idiosincrasia y la Patología de su territorio de nacimiento. Torero cabal, sobrio y completo. Dominador de los 3 tercios y un magnífico estoqueador que no necesitó nunca de aliviarse del estoque de madera. Muy limitado en sus movimientos expansivos fuera de su hábitat, su torería le lleva a encabezar la lista de novilleros en 1977, para doctorarse un año más tarde en tauromaquia. Sus buenas tardes en Madrid y un extraño soplo de buena suerte le llevan a apuntarse y a participar en esa “corrida del siglo” del 1 de Junio de 1982, fecha en la que la afición, a través de la TVE sacó en hombros a los tres toreros (Palomar, Ruiz Miguel y Esplá), al ganadero (Victorino Martín ¡cómo no!) y a la Plaza de las Ventas de Madrid con público incluido.
El “soplo” le permitió ese año volver a abrir la Puerta Grande de Madrid en la corrida de Beneficencia, otra vez con los “victorinos”, y redondear varias buenas tardes en una más amplia geografía de España incluyendo alguna incursión a plazas sudamericanas, manteniendo la heroica costumbre de otros toreros castellano-leoneses de hacerse llevar las orejas a la enfermería, como señal de fama y honra de “buenos pagadores” de sus éxitos.
Entre que la alegría dura poco en la casa del pobre, que también la mala suerte le llevó a estar colocado en el cartel de Colmenar la tarde de la muerte cruda del Yiyo. Así entre sus propias cornadas este torero – reo probador y juez examinador de los terribles mastodontes de Dolores Aguirre – se nos fue encogiendo y terminó oficiando solo en su ciudad; eso sí, con triunfos serios y completos a pesar de su inactividad.