No me va a ser fácil describir la faena de Antonio Ferreras al toro de Zalduendo porque no me parece que pueda ser encasillable en el contexto de una narrativa.
Ud., como buena lectora que es de El Mundo gozará de las crónicas de Zabala de la Serna (tan torero en las letras como su abuelo en los ruedos) que se aproxima, aunque no demasiado a lo ocurrido en las Ventas. Zabala habla de faena surrealista y extracorpórea intentando aplicar continentes de movimientos estéticos y biológicos a los contenidos que nos proporcionaron los sentidos. Está bien. La memoria necesita de esquemas previos para fijar nuevos aconteceres y esas dos ideas pueden servir de molde donde se acople la faena de Ferreras; aunque yo preferiría hablar de algo incorpóreo para lo biológico y, si de estética pictórica hablamos, me colocaría más cerca de esas aguas en movimientos imperceptibles de los cuadros “fluviales” de Monet.
No se puede hacer narrativa de un acontecimiento donde los parámetros de espacio y tiempo – allá en los terrenos donde se mueve nuestra lógica – estuvieron ausentes. Ni siquiera puedo llamar relato al inicio de los primeros encuentros entre toro y torero, monitorizados por la empatía mutua de conocer y desarrollar lo que cada uno de ellos tenía por aprendido y soñaba con trascender. El torero enseñó los vuelos de su capote y el toro su noble y adaptado acometer, en una especie de vals vienés que terminó con ambos en el centro del escenario. Se cumplió el rito de sangre del tercio de varas sin insidias de desolladero, y AF nos brindó un quite por “orticinas” (honores a Pepe Ortiz el más insigne orfebre y creador de vuelos caprichosos de capote) antes de que la realidad del decálogo de la tauromaquia se olvidara de cánones para traer aires nuevos, desconocidos, inimaginables, irrepetibles.
No, no puedo ni debo hablar de lo que no existió: lances sublimes, series rematadas, ligazón conseguida, ortodoxas suertes cargadas, terrenos idóneos, etc., , todo eso pertenece a una religión pasada. AF esperó embozado el arranque del toro, y donde se podía esperar un uso burlón y ventajista del engaño, surgió una muñeca que dibujaba castillos en el aire; allí donde se podían esperar detalles manieristas – tan acostumbrados por el torero – nacieron formas y círculos marcados por la suavidad de un temple traído desde el cielo; allí donde cabía el dominio sobre un animal seleccionado artificialmente para la docilidad, emergió la libertad de una ingravidez en movimiento, tal vez cosmogónica, en la que unos cuerpos perceptiblemente sólidos (toro y torero), olvidaron su corporalidad, para hacer bailes levitados de acordes universales. Era la sinfonía de la No Violencia.
No, no puedo describir esa crónica ni tengo maestros de referencia que me inspiren, tal vez si tuviera el espíritu y la palabra delicada de San Juan de la Cruz hubiera podido hacerlo. Solo sé que – aún desde la distancia televisiva – estuve allí y que lo sentí. Quiero evitar la crueldad de intentar hacer terrenal lo divino.
En el momento del encuentro final desde la distancia de separaciones acordadas la muerte encontró también el acorde de una sombra. Sin crueldad. Fue el adiós amigablemente de dos sueños que acaban la jornada. Y el toro, solo el toro, ya con su muerte a cuestas se volvió lentamente sólido.
El adiós fue un beso de gratitud.
Los pañuelos blancos de los tendidos querían atrapar una quimera evanescente que se había hecho realidad.
No fue posible. Un Presidente mudo, sordo y ciego fue el despertador indigno de aquel sueño.
V.Rodríguez Melón
Mayo-junio de 2019