Un torero ha muerto. Lo sé y me duele; tanto como me duele saberlo.
Ahora, y en este momento, ya que no soy torero para torear por él las corridas que le faltaron, sólo quisiera ser el tañido de la vieja campana de cualquier iglesia de pueblo castellano para llenar el espacio con su hiriente y repetido son de duelo; porque así también es el toreo, arte y congoja caminando por espacios y escenarios infinitos.
Ante su círculo familiar, solo sé paralizarme de pánico y preguntarme con ellos por qué ese cuerno cruel sigue ahí, desagarrando entrañas, repitiendo la pregunta para no darle una respuesta final, sin acabar la pregunta, aferrado a la ilusión de un hecho irreversible. Y con ellos grito: ¡no puede ser verdad! ¡no debe de ser verdad! ¡Insoportable tropezón con la evidencia!.
Sé también que para una gran parte de nosotros, los humanos, esa mayoría que somos y ejercemos en esta Cultura de Uso, adaptativa y despersonalizada, ha muerto un hombre, uno más que practicaba un oficio arriesgado.
Y sé que para otros pocos, excesivamente infames, ese conjunto que aúlla en los montes del antitaurinismo, grupo de trileros de la Verdad, traductores siniestros y sesgados de Valores y Sentimientos, ha muerto un hombre matador de animales.
Para otros “muchos pocos”, pertenecientes a esa gran familia taurina con la que compartimos partes de nuestra identidad, la muerte de un torero trasciende al hecho trágico y terrible. Va más allá, se muere siempre algo más.
Se muere un hombre joven, un alma de deseos y satisfacciones sin experimentar. La vida está en deuda con él, y sobre nosotros pesa la nebulosa incierta de cómo pagarla.
Con él se muere un hombre de oficio narrador de Mitos antiguos, donde la supervivencia era una prueba cruda a Vida o Muerte en la que los protagonistas son obligadamente héroes o mártires. Historia convertida en Rito y tejida de Leyendas de este pequeño y nuestro rincón de la Europa migratoria y mediterránea. Historia inefable, de una Cultura renegada ahora por desarrollos técnicos secuestradores de espíritus.
Y se lleva también la muestra de una manera de estar: gestos de gallardía y de gracia ante las vicisitudes: saboreando la vida, entendiendo la muerte. Viviendo los días como sueños convertidos en trágicas pesadillas, esperando las noches que traen insomnios de luces, atardeceres dando manotazos a ruidos de sirenas verdes, y allá a lo lejos, siempre amenazantes, las sombras macilentas de velas negras. Así es el toreo, la búsqueda de un gesto de empaque garboso frente a la verdad salvaje de la existencia, una leve cesura arrogante entre la vida y la muerte.
Ha muerto Víctor Barrio bajo las patas del Torico, tan familiarmente pequeño y burlón que se volvió fiero y verdugo para pasar a la historia como huésped salvaje de leyenda negra. Un cuerno cruel y brutal, un tajo infame, rompió el pecho abriendo regueros de aire y sangre que se fueron sin retornos. Ni el grande y viejo muletón de su compadre Andrés Hernando pudo quitarle el destino.
Llegó la muerte y no hubo más.
Sus compañeros recogieron un muñeco de piel y huesos. El hombre se había quedado en la arena empapada de sangre de la plaza.
Se rompió la ensoñación de un camino bordado con estrellas frías de una hoja de ruta que parecía inexorable. De Segovia a Madrid y de Madrid al Cielo, aupado por orejas de nieve de Valdemorillo. Ruta de castellano viejo quebrada por puñal de compadre traicionero.
Llegó la muerte y no hubo más.
Ya solo quiero ser para tí, esa campana que extiende tu verdad de torero, tu sacrificio al toreo, tu memoria a los sueños que no deberían de terminan en sangre …..
Rodríguez Melón
León: 13 de julio de 2016