Hubo, había y hay una España rural; la España agrícola y labriega, vergonzante y vergonzosa, renegada, arrojada a los cuartos oscuros de la memoria individual y colectiva, borrada del armario de los documentos gráficos y luego atrancada y ridiculizada con el adjetivo de su propio origen: la España “de pueblo”.
Dámaso, venía de esa España.
Es la España de Surcos, la que a veces deja asomar Berlanga sin mancharse las manos, la que pinta Vela Zanetti o la que describe García Pavón en su localización manchega. Una zona del país llena de hombres y mujeres cuyo currículum está escrito en el grosor de los callos de sus manos o en la profundidad de esas arrugas profundas por las que el sudor encontró cauces para fluir sobre la piel.
Así era Dámaso
Venido y nacido de una tierra de la que toma los valores de sus funciones maternales: amar lo frágil, lo feo, lo que otros rechazan; y también cobijar, nutrir y cuidar. Eso es ser un hombre de la tierra, y Dámaso era como tal, un hombre Bueno. Más aún, Dámaso era “buena gente”, de las que a su lado todo parece desarrollarse de forma apacible.
No era una España lúdica ni divertida, al contrario siempre balanceada hacia el sacrificio, el deber o la amargura. Era la España sin juguetes sofisticados, que cuando jugaba lo hacía con los instrumentos que utilizaba para vivir. Dámaso nació y creció trabajando en una ganadería y ahí aprendió a jugar al toro y con el toro.
Ni vino desde la carrera de un maletilla que se sueña rico, ni de escuelas de Tauromaquia que enseñan afectaciones. Llegó de sus juegos con el toro. Juegos crudos, de capeas pueblerinas, realistas, como la realidad dura de su vida. Debajo no hay suelo sino tierra áspera, arriba no hay cielo sino sol que quema, y así son El Toro, La Vida y La Muerte: indómitos, poderosos e inexorables, y así tiene que ser el hombre: desafiante burlador de esas realidades aplastantes y encimistas. Viviendo así y siendo así, su toreo obligaba a ser un manual de congojas de cercanías y de intentar modular con templanza la violencia de la lucha a la intemperie.
Así se proclamó Dámaso: rey de las Distancias y del Temple
Sabía de oídas la historia de Manolete y quería imitarle, por eso se trazó un camino desde la parte seria de un toreo cómico. De ahí, por su valentía lo rescató a los ruedos de sangre otro valiente manchego al que la historia ha hecho poca justicia: Pedro Martínez “Pedrés”. Y con ese empuje emprendió su “trabajo como torero” entendido desde el parámetro agrícola que siempre había vivido, combinando el esfuerzo desmedido y luego la espera invierta de la recolección de buena cosecha o de las calamitosas consecuencias del “pedrisco”. Una muestra: se presentó en Barcelona como novillero: “recolectó” cuatro orejas y un rabo; su alternativa en Alicante la rubricó con quince volteretas y una cornada.
Ese fue el toreo de Dámaso, toreo de desafío y dominio, toreo de una verdad que no necesita adjetivos porque se actúa cada tarde; profesión entendida como un trabajo diario con el que hay que cumplir; cuando la jornada se acaba aquí, hay que irse de temporero a América porque el “trabajo de torear” necesita universalidad. Y si hay tiempo, generosidad para las gentes de su tierra de Albacete, apostando la vida para fines benéficos.
En su tiempo, los años 80, en el período más prolífico de la tauromaquia española, rodeado de tantas figuras que intentaban divinizarse, Dámaso significó el triunfo cabal de una Ética del pueblo frente a la Estética artefactada de la gilipollez cortesana y mediática. España le debe la honorabilidad de un pasado y a base firme de un futuro.
El toreo le debe la Distancia, nadie como él puso tan cerca el corazón de la mirada negra de los toros. Y el toreo le debe el Temple, nadie como él manejó la muleta pendular con la seguridad de un hipnotizador misterioso que sortea la amenaza de cuchilladas albaceteñas y la vuelve transformadora de violencias salvajes en recorridos serenos. La afición le debe el adjetivo de ¡Valiente!. Con el mismo grito de aquél aficionado que irrumpió en la plaza de Madrid, y supo poner en valor el toreo forzado de aquel muchacho albaceteño, pequeño, desgalichado, enjuto, retorcido de escorzo y deshilvanado de vestido, imagen de un tosco Berruguete esculpido en barros temerarios.
Desde esa aparente fealdad que guarda el baúl de nuestro arcaicismo, Dámaso recorrió, trabajó y recolectó toda la casquería española posible, un amplio medallero americano de premios, vió los dinteles de las Puertas Grandes y cabalgaron sus huesos en incómodos hombros “capitalistas”. Otros lucían, él triunfaba.
Pero la ambición de la humildad no tiene grandes recorridos. Se fué pensando en haber cumplido su jornada, con la mente cargada de recuerdos, con el ánimo en deuda con una torería mejor. Se retiró en la plaza de Valladolid tan llena históricamente de finales de trayectorias. Era el Otoño de 1984
De ese primer retiro lo rescató otro grande manchego para que le apadrinase en su alternativa. De caballero a Caballero. Y desde ese retorno (1991) hasta su segundo mutis (1994) plazas como Madrid, Valencia o Albacete volvieron a verle a hombros, divisas de mala sangre como los victorinos volvieron a rendirse ante la entereza de su Verdad taurina. El Torero del Pueblo ya toreaba para la historia, para su amor propio y para la generosidad con sus vecinos en la obligada cita de la corrida que se organizaba para Asprona.
Muy distanciadas actuaciones tuvieron un punto final en Albacete en 2004. El campo, su campo, le esperaba para amarle-cuidarle y ser amado-cuidado por él.
Hoy la tierra le espera para secuestrarle definitivamente. Frente a esa llamada no le faltó el valor, pero éste ya no servía.
Cuando se le pida juicio, Dámaso mostrará sus cicatrices, son los “callos” de su profesión, que le harán inmortal en el recuerdo y en nuestro imaginario. El Planeta de los Toros guardará un satélite para aquél mozo manchego, diminuto y retorcido, silencioso y malvestido, que tantas veces repitió la hazaña de Jasón.