Se han necesitado 50 años para pasar la prueba de idoneidad de Mito. Nada menos que medio siglo de sufrir purificaciones en el pudridero de tus glorias reales y de soportar repetidas pruebas de juicios de abogados del diablo, para poder reconstruir tu identidad pluridimensional de torero, de hombre, de ángel bueno mensajero portavoz de paz para un pueblo desgarrado de muertes, de rostro aceptable de grupos de poder necesitados de estima, y de víctima elegida para el sacrificio de un destino implacable. Cincuenta años, y aún dudo de que lo hayas logrado en toda su plenitud.
En todo este tiempo, solo algunos cenáculos taurinos conservaron el recuerdo venerable de tu quehacer de torero honrado y puro, de toreo nuevo, revolucionario en distancias y estéticas. Toreo tan olvidado de piernas huidizas como de brazos burladores de embistes imprevisibles. Toreo de cuerpo magnético, inmóvil, de porte mayestático con muñeca pintora y dominante que mueve toros en abanicos de brisas, en lances de música de vals. Dicen que contigo nació la ligazón y se perdió el unipase de alivio, adorno o de castigo, para hacer del toro un amigo con el que cantabas gregoriano para tus adentros. Trajiste muchas cosas nuevas a ese mundo, unas las realizaste, otras las insinuaste para abrir caminos; pero hubo una que te glorificará para siempre en el toreo: contigo la corrida dejó de ser encuentro de fiestas o de frustraciones para convertirse en Rito solemne. Tú, Manolete, primer gran sacerdote de la Tauromaquia moderna que contaste la Verdad del Sacrificio en ofrenda personal al mundo.
Cincuenta años para convertirte en héroe-mito de juventud de una generación maldita; juventudes de historias personales que fueron símbolos de historias colectivas. Juventud de niños con madres desgarradas, solas; de mujeres de hombres perdidos endurecidas en el ejercicio de una función paterna ajena. Juventud de un país – entonces se llamaba patria – poblada de adultos muertos o vivos-perdidos que deambulan enmudecidos de cicatrices, con los ojos y los oídos cerrados para evitar el eco de los “tiros de gracia”. País de varones asustados y de mujeres que lloran el alma perdida al tiempo que su cuerpo les grita un compañero donde colgar sueños y abrazos. País de muchachos enseñados al sometimiento adaptativo y de muchachas preparadas para la espera final de un cuerpo sacrificado de deseos, de renuncias al desarrollo de una feminidad libre y fecunda. País de cilicios, de curas salidos y de viudas vírgenes.
Tierra de madres de pechos vacíos aferradas a hijos sustitutos de padres. Tierra sin siembra, agostada de modelos identificatorios pasados y futuros. Tierra de hijos apresados, engolfados en apegos carcelarios de la Angustia de la Madre Patria por temor a separaciones sin retornos.
Así fue Dña. Angustia, mujer de patria desarraigada de sus hombres manchegos, fiables y eternos. Tampoco pudo dar a su hijo un modelo de padre a imitar. Olvidada de un primer marido venido a menos desde su apellido (Lagartijo Chico), desconsolada de un segundo hombre bueno que nunca fue a más (Manuel Rodríguez, otro Manolete de la saga fracasada de los Sagañones), despreciado por un padrino de soberbia lacerante (Guerrita), que se soñó un mundo sin olor a toros ni a toreros, apegada sin misericordia a un hijo atenazando su desarrollo para no criar nuevos hombres abandónicos. Así tuvo que crecer Manuel, desde los sueños de sus dibujos clandestinos de toreros viejos convertidos en estampas religiosas y el consentimiento materno final sucumbido ante la ausencia. Luego vino el juego infantil del toreo cómico, después ante sus “buenas notas” y con el arropamiento de figuras paternas delegadas el caminar se hizo camino donde discurrir su vocación de estirpe.
Manolete, el niño bueno de una sociedad más culpable que arrepentida, que buscó tu imagen para olvidar y hacerse perdonar una guerra. Niño bueno al que tapó su infinita tristeza vistiéndole de hidalgo noble castellano para ejercer de Canciller fuera de nuestras fronteras. Nueva versión de un Quijote triste, de una Figura de sombras negras venidas a sus ojeras desde su No-infancia. De muñeco de feria envuelto en celofán navideño que sirva de regalo introductorio al mundo y mensajero de la existencia de un Ave Fénix.
Símbolo de la reliquia salvada de un incendio irracional.
Señuelo de un paisaje poblado en recursos de madres cuidadoras de hijos pobres renegadoras de miserias. Reclamo de que la bondad de crianza puede estar por encima del odio y la vergüenza de una sangre salpicada de fratrías.
Manolete también como objetivo mítico de la Envidia nacional y miserable, intransigente con el goce y la bondad del otro, de una España vaciadora de expectativas apacibles y placenteras. La España de Dña. Angustias privadora y depredadora de alegrías ajenas. El país de los placeres culposos, de los crecimientos intolerables fuera de las cárceles donde el amor solo puede caminar con el lastre del sufrimiento.
País de la endogamia siniestra secuestradora de realidades triunfadoras fuera de su círculo de deuda y de control. País del fanatismo anti-éxito que recrea la rivalidad sin escrúpulos solo con el objetivo de decapitar el éxito.
Manolete como víctima también de una madre celosa de su hombría, de otros brazos, de otros placeres que no fueran el apego y el sometimiento infantil, intransigente del hombre adulto que te empujaba desde adentro. Víctima sin escapatoria, víctima de hombre bueno..
Cincuenta años para esperar la Gratitud de los tuyos ¡qué lejos y con qué lentitud funcionan los antídotos de los venenos humanos!
Y un Manolete final como reo de un Destino inexorable al que el inconsciente va trazando una hoja de ruta con avisos y señales inequívocas, con un nombre que todo lo llena y lo resume: Linares, un lugar para el adiós.
Aquel Linares donde atropellaste la adolescencia ingenua de entonces y te prometiste repararla indefinidamente. Reparación imposible en un mundo inconsciente donde solo y todo se mueve por la ley del talión, ojo por ojo, sangre por sangre.
Linares como salón de ritos mágicos iniciáticos señaladores de despedidas, de saltos hacia delante que no se pueden revertir. Allí te dijo adiós tu infancia anónima de niño jugando a toros, en tu primera presentación pública como torerillo serio mezclado con la burla de comparsa y chirigotas en un ingenuo espectáculo cómico-taurino.
Te adelantaste después a decir adiós a esa época de toreo inocente para iniciarte torero de escalafón y nombre propio en la falsa apariencia de una voluntad consciente.
Volvió a jugar el destino contigo para ser en Linares donde nombraste sin quererlo a tu sucesor de mando en plazas. No eras más que un dado marcado al que el destino hacía recorrer a ciegas una ruta fatídica e inexorable.
Islero no fue más que el funcionario notario que puso la firma a un decreto de hades o dioses conjurados que ya habían marcado el último recodo de un camino del que nunca fuiste dueño.
Linares, siempre y último Linares.
Y por detrás la música del réquiem de difuntos de los Miuras. No podía ser otra para enmarcar tu leyenda.
Manolete. Cincuenta años para pasar del recuerdo a la Historia
León, 18 de mayo de 2017