Se oye demasiado cerca y demasiado claro el murmullo de que la Fiesta de los Toros está tocando a su fin. Los encargados de publicarlo son, muchas veces, los mismos que de asesinarla. No hablan mejor ni más alto, pero son más certeros en su ataque que los aficionados en su defensa.
Que puede finalizar es posible, porque como creación humana que es, lleva implícito el estigma de lo “perecedero”, y alguna vez una de sus crisis puede ser la última; desearía que no fuera ésta y que me sobreviviera.
No corresponde a estos escritos míos hacer un recuento de los enemigos deseosos de liquidarla ni mostrar la malignidad cruel de sus intenciones torticeras ejecutadas con una metodología escrupulosamente tanática. Son demasiado evidentes. No se esconden, viven amparados por la cobardía de una masa que ha puesto de moda el asesinato de los símbolos. Esa tarea es demasiado para mí, no me atrevo a enfrentarme a tanta maldad encubierta. Ese toro tiene “demasiado sentido”, se vence peligrosamente por la izquierda y “tira” gañafones de demagogia en cada encuentro. Supera con largueza mis capacidades de lidiarlo.
Pero, aunque sea “desde la barrera”, y sin arriesgarme al combate contra ellos, me voy a conceder el permiso de verlos y de enseñarlos. (hacerlos correr a una mano que se diría en términos taurinos)
Hay causas que vienen “del afuera”. El mundo va cambiando; las Simbolizaciones, las metáforas, las abstracciones y demás triquiñuelas sublimatorias han alejado la verdad sensorial de las cosas que ya no se reconocen en ellas. El hombre, y mujer, de hoy, ya no tiene tiempo para criar afectos ni sentimientos, busca la información cruda y las sensaciones placer/molestia a las que categoriza con la moral de bueno/malo. Se diría que la Cultura, aquél invento de nuestros abuelos, ha puesto freno y marcha atrás.
Al personal ya no se le engaña con ideologías a las que se han añadido la experiencia histórica y conductual de una masa que cuando se las apropia las convierte en monstruos crueles y asesinos de individualidades.
Y la Política, aquel arte de vivir al servicio del bien común, para “la- cosa-pública” que decía Aristóteles, se ahogó en su propio vómito falso del mal llamado “estado de bienestar” para transformarse en comida de coloquios de perros, o lo que es peor, en el ejercicio de un Poder que se ensalza y se alimenta a sí mismo cuando goza del ensañamiento de la víctima.
En este estado de cosas, la Fiesta de los Toros se ofrecía fácilmente como víctima propiciatoria a satisfacer el sadismo no demasiado escondido de los ejecutores del poder público. Su fuerza, la de su Significación había sido repetidamente erosionada, pervertida y desnaturalizada “desde adentro” por los encargados de vivir de ella, que paradójicamente se olvidaron de cuidarla.
Lo que se había logrado como dramatización simbólica que era la lucha de la fragilidad del hombre frente a la fuerza monstruosa de lo inexorable (el toro puede representar las exigencias angustiosas tanto de la Vida como de la Muerte), y el sueño final de una victoria sin más armas que la inteligencia – entendida como poderío – y el añadido de la burla graciosa – luego artística – para subrayar el triunfo de lo humano. Esto, representaba valores universales con los que era fácil – o casi obligado – identificarse. Así era el juego: Un hombre valiente y artista frente a un animal salvaje e indómito; y en el encuentro se intercambiaba muerte por triunfo y brutalidad por arte. Esos eran los papeles: un problema obligado de Ética: valores humanos de vida frente al caos animal de la muerte, y una asignatura opcional un problema de Estética: cómo realizar esa tarea creando un Arte fugaz y espontáneo, que llegue y entusiasme al espectador. ¡Difícil eh!
Con el tiempo, la demanda del hombre-espectador de ese encuentro se fue deslizando hacia la Estética. No solo había que mandar sobre el toro, sino que había que hacerlo bonito; se imponía el arte de torear sobre la ciencia de dominar. ¡Sonaba tan bien! Todos nos apuntamos corriendo a esta evolución, nos sentimos más “sublimes”, o sea menos salvajes. Y el torero fue – hablo en general – dando menos importancia a su valentía que a su “arte”, menos a su capacidad de desafío a la acometida del toro en los terrenos de éste, que al desarrollo y ejecución de su amplio repertorio de conocimiento y técnica. Se aceptaba así un encuentro que se colocaba en una línea fuera del riesgo, con mucha compostura, sí, ¡pero “fuera de cacho”!. O sea el hombre se ha ido deslizando al “como si”, más cerca de la mentira que de la verdad. Y el refranero españolo es infalible cuando sentencia: “la mentira tienen las patas cortas”; así que la “cosa” no puede durar mucho tiempo. ¡Con qué facilidad se revierten las cosas!
El toro, animal listo, también aprendió a adaptarse a este cambio de papeles si quería sobrevivir. Y dejó atrás su gusto por ser un animal fiero e indomable, y aprendió el arte de caminar suave, despacio y humillado. (Bueno en realidad no sé si fue aprendizaje de especie pro-adaptación, o le obligaron con extrañas manipulaciones genéticas). El resultado fue el nacimiento de un nuevo animal: el Toro-torero que también sabía embestir bonito y garboso. ¡La bola de la “mentira del toreo” seguía rodando sin parar!
Para hacerlo aún más aburrido, – tarea aún posible – , se le fue quitando incertidumbre y protagonismo popular. El poder pasó de la arena a los despachos, la unión de ganaderos y empresarios con intereses comunes y económicos llegó a crear una “parada biológica” y evolutiva. Se congeló el escalafón a una veintena de toreros que trabajaban más de lo debido. Se congeló también el tipo de encaste de toros y se congeló también el concepto de la Corrida de Toros (termino difícil de catalogar) para transformarlo por el de un Espectáculo festero y previsible, de lances pre-conocidos que han de ejecutarse, de toreros de único repertorio, de carteles fotocopiados, de trofeos rifados y de repetición hasta la asfixia.
¿Y nosotros, los espectadores?, pues ahí estamos; aceptando contagiados este juego de engañabobos ¡tan felices! Ya la frustración y la incertidumbre las vivimos como zapatos que molestan y no como lo invariante de ese encuentro hombre-toro. También nos hemos vuelto dulzones. Como ellos, como el toro y el torero ¿por qué no íbamos a cambiar nosotros? Y así estamos ahora identificados con el cambio, soñando cinturas que se cimbrean, muñecas de giros redondos, lánguidos desmayos y envaramientos petulantes en vez de esperar temerarias colocaciones en distancias de congoja, o sortear inmutables embestidas de hule. (Me temo que no nos hayamos vuelto lorquianos sino cobardones).
Pasivo y entregado en esta apacible y benévola posición a la que ha llegado el aficionado, se le ha declarado además “especie a extinguir” por el tsunami devorador y despiadado de los “profetas del cambio a lo post-moderno”. Nunca un antitaurinismo tan feroz como el de ahora se ha asemejado tanto a aquél “toro de muerte” que se anunciaba ante nuestros abuelos. Nunca un verdugo tan sañudo, encontró una víctima tan “cautiva y desarmada” como el aficionado taurino actual.
Es a este aficionado, al que le han hecho artificialmente sujeto de un martirologio, a quien dedico este escrito. Por eso, y porque ya se le ha adjudicado el papel de reo y víctima propiciatoria para el sacrificio, quiero que sienta que su resistencia ha sido digna de un poema épico.
Por él y para él, he elegido un puñado de toreros actuales sin otro criterio ni clasificación que los que me empuja mi afición y a los trato de convertir en héroes dignos de un santoral. Ensalzo sus dotes taurinas y quiero vestirles con los mejores ropajes posibles de mis letras en estos Requiebros Panegíricos que llenaré de loas dulzonas. Seguro que tienen méritos para ello; mi intención al escribir de esta manera, es convertir su quehacer tauromáquico en un cantar de gesta. Con ello deseo que sean también testigos vergonzosos de esta barbarie que nos azota. Ojalá puedan ser adorados como santos mártires, para despertar, si fuera posible, una mayor dosis de culpa en los asesinos de esta Cultura a la que quiero elevar – y Dios me perdona el sacrilegio – a la categoría de religión. Si van a triunfar los anti-taurinos, si no podemos burlar a esos nuestros “matadores”, intentaremos que la historia les cuelgue la etiqueta de lo que pienso que son: unos magnicidas.
Tanto por no pasarme en estas alabanzas, como por no caer en hacer uno de aquellos …”discursos alegóricos, anafóricos y panegíricos, …” que tanto gustaban al buen Fray Gerundio de Campazas (nunca se hizo una caricatura mejor ni mas grotesca de la afectación y la moda modernista), añadiré en un texto adjunto una serie de Semblanzas de la mayor parte de ellos, (tal como fueron escritas en mi otro trabajo anterior de 2013 “La Tauroloquia.- Tomo II”) y en las que de manera más objetiva (¿?) posible, aunque no podré evitar que salgan a relucir mis filias y mis fobias. En esos remedos de biografías tendrá menos espacio los datos físicos e histórico-externos de estos personajes. Soy aficionado a los toros porque fundamentalmente me interesa el hombre, y muy particularmente ese hombre que “gasta” su vida en enfrentarse a la muerte y en burlarla con gracia y señorío en cada intento. Por eso estas Semblanzas que tratan más largamente la vida de cada uno de ellos, hago hincapié en aquellos aspectos de su vida interna, e intentan ser una mezcla: feliz o no, de datos biográficos reales, con hipótesis fantaseadas e impertinente crítica personal. En esa mezcolanza, intentan integrarse y ser coherentes la personalidad del torero, su vida, vocación y expresión de sus sentimientos a través de su forma de torear.
Un aviso previo, toda valoración es subjetiva. Hasta la percepción de las cosas lo es. (Aplicación libre del Principio de Heidelberg)